Hay algo sobre mí que muy poca gente sabe. Muy poca gente de la que me ha conocido por la red y que no haya desvirtualizado, porque es algo que se nota. Y no lo saben no porque sea mi intención ocultarlo; más bien porque, a la hora de presentarse a alguien en la red, no es un dato importante. ¿Qué más da cómo sea la persona que está al otro lado de la pantalla, si se puede mantener con ella una conversación interesante? Ahora creo que es un buen momento para contarlo. Así quien me siga sólo en la red conocerá un aspecto muy importante de mi, y puede que este texto sea útil a algunas personas.
Nací con deficiencia visual. Mis padres se dieron cuenta cuando me llevaron a casa al poco de nacer, en el hospital no lo detectaron. No fijaba los ojos y uno de ellos se escondía. Mis padres, preocupados pero conscientes de que era por mi bien, rápidamente me llevaron al oculista y me afiliaron a la ONCE para que hicieran todo lo posible por mí.
Lo que tengo cuenta con un nombre científico extraño, ya sabéis cómo son los señores con bata. A mí me dieron una explicación sencilla y es lo que le digo a la gente: tengo el nervio óptico poco desarrollado. Esto se traduce en que tengo un poco de todo: miopía, astigmatismo, nistagmo…
Desde los cinco años llevo gafas, mis eternas acompañantes. Las gafas normales me sirven para pararme el nistagmo, con ellas centro mucho más la vista. Pero no son las únicas que me acompaña: gracias a la ONCE tengo dos pares más (pagadas por mi familia, todo sea dicho), sin contar con otras que ya no utilizo. A cada una de estos pares les he puesto un nombre: «gafas de leer» y «gafas potentes» o simplemente «las otras».
Las «gafas de leer» me acompañan casi desde que empecé la primaria, y son mis gafas de batalla. Con ellas escribo estas líneas en el ordenador, a una distancia bastante cercana de la pantalla. Con ellas leo, escrito y, en definitiva, miro cualquier cosa con letras. Las llevo puestas la mayor parte del tiempo, consecuencia lógica de que me gusten la informática y las letras.
Las «gafas potentes», «las otras», me acercan más las cosas que las «gafas de leer» y me sirven para ver letras que con éstas me cuesta mucho trabajo. Las uso para libros con la letra pequeña (es decir, la mayoría), para revistas y para el resto de publicaciones de ese estilo. Las tengo desde hace relativamente poco, tras haber probado otras soluciones como una lupa pequeña, pero a día de hoy también me resultan imprescindibles.
Otra ayuda óptica que me acompaña desde que empecé la primaria es el «telescopio», «monocular», o «monóculo», según cómo me coja ese día, o «catalejo» si quiero darle un toque pirata. Tampoco requiere mucha explicación: me sirve para ver detalles lejanos que no alcanzo por mí mismo. Lo llevo a clase (ay, cuántas pizarras me hubiera perdido sin él), a cursos o a conciertos, por ejemplo.
Vivir con este problema de visión, que realmente es grande, causa diversas inseguridades. A veces me cuesta coger algo a la primera porque no calculo bien la profundidad (lo cual me convierte en un negado para los deportes) o no detecto de un vistazo un objeto o un fragmento de texto (esto me molesta especialmente). Pero la mayoría son psicológicas. Cuando estoy en un espacio nuevo o con gente desconocida miro mucho a todas partes, buscando alguna seguridad, y a veces me planteo si seré capaz de hacer tal o cual acción. Pero mil veces me he demostrado que soy capaz de hacer cuanto me propongo.
Siempre he aceptado que este problema forma parte de mí, por lo que nunca ha sido una carga. A esto hay que sumarle la inestimable ayuda de mi familia, pilar fundamental para los días en que el ánimo no está tan alto como debería.
Esta misma naturalidad he querido, y creo que he conseguido, transportarla a mis cercanos. Mi problema de visión no ha afectado nunca en mi día a día; de hecho aquí me encuentro, con una carrera acabada y con aspiraciones de convertirme en profesor de Secundaria (menos mal que no tuve vocación de cirujano). Por supuesto, de vez en cuando necesito apoyarme en alguien para que me preste sus ojos en algunas situaciones: también hay que aceptar las propias limitaciones.
Muchas veces me he planteado que escribir algo así es lo contrario a tratar estos temas como algo natural, que ya lo contaría yo cuando fuera necesario, y en parte es cierto. Pero también creo necesario recordar cómo una minusvalía no es un freno para afrontar la vida: es la propia actitud hacia ella, de quien la padece o del resto.
Ahora quiero hablarte a ti, si tienes problemas de visión o de cualquier otro tipo. Eres como eres y eres único, tu problema forma parte de ti y tienes que aceptarla: no tienes que dejarlo controlar tu vida, sino que te acompañe en tu camino.
Y tú, si tienes un hijo con cualquier minusvalía, tienes que ser un pilar fundamentar en su vida. Fortalecerte si lo ves derrumbado, darle ánimos cuando lo necesite, hacerle ver que la vida no podrá con él y animarlo a caminar: nunca consientas que esté quieto. La quietud es mala consejera para todos, la vida es demasiado interesante como para verla pasar sentados.
Espero que estas palabras hayan servido para cumplir mis objetivos iniciales. Si tenéis cualquier duda o cuestión no dejéis de plantearla en los comentarios, estaré encantado de responderos.
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