Debo confesar algo. Nunca me he preocupado demasiado por la actualidad, por comprender los entresijos políticos o por los problemas de mi tierra, más allá de lo que venía a mí por comentarios de amigos que sí se preocupan por estos temas, o simplemente por ser usuario activo de internet. Los telediarios me espantan, nunca he comprado prensa, pero ni siquiera entraba a las portadas de las webs de periódicos. Hasta hace poco.
Ya no es como hace unos años, cuando las noticias de escándalos políticos eran una anécdota y se vivía bien. Ahora los escándalos políticos también parece que pasan pronto a ser anécdota, pero hay verdaderos dramas sociales, dramas y situaciones que han llegado a mí porque era imposible que no llegaran. Es imposible no verlos.
Y empecé a preocuparme por la actualidad. Empecé a preguntarme cómo funciona el mundo, qué hay más allá de mi área de confort. Y me encontré realidades que no parecen propias de 2014, en plena «era de la comunicación», como algunos han venido a llamarla. Después de que la humanidad haya pasado por tantas penalidades y hayamos cometido tantos errores, parece que estamos condenados a tropezar siempre con la misma piedra, y a sufrir quien menos lo merece.
He visto Ucrania en guerra y la valla con Marruecos causar estragos. He descubierto que España es un paraíso para los traficantes de droga. He aprendido cómo es en realidad la política en este país, cómo «nuestros representantes» se ríen de nosotros descaradamente con impunidad y cómo funciona (o no funciona) el sistema electoral español. He visto cómo la policía usa la violencia en una manifestación pacífica, y media hora después cómo trataban el asunto en los medios de comunicación. Y también he visto reacciones a todo esto, de todas las posiciones.
Pero ni siquiera tengo que salir de Andalucía, ni siquiera tengo que salir de mi provincia. En Cádiz, en el Cádiz que disfruto cada vez que puedo, no solo hay problemas porque el Ayuntamiento se gaste el dinero en poner la ciudad bonita. Hay personas en peligro de exclusión social, el mayor índice de paro de Europa, viviendas en pésimo estado, y madres, con aproximadamente mi edad, que se han visto obligadas a ocupar casas de protección oficial deshabitadas porque se encontraron en la calle. Y el Ayuntamiento los desaloja, y nadie les da una solución, con un número indeterminado de viviendas vacías.
Yo, que he tenido una vida sin complicaciones, ni siquiera tengo el derecho de empezar a imaginar cómo es vivir así. Y están a menos de una hora de autobús.
Cada vez hay más gente en la calle para luchar contra las injusticias, pero también hay quien ha tenido vidas tan confortables o más que la mía y que solo se preocupa por lo que le ocurre al famoso de turno o por la última copa. Si estas realidades para mí eran desconocidas, no sé qué adjetivo usar con ellos. Y, a estas alturas, eso sí que no lo entiendo.
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