Como cada día, aquella mañana salí de casa para ir a trabajar. Paseaba tranquilamente, sin sobresaltos, hasta que llegué al primer paso de peatones. Como no tenía semáforo, tenía que esperar a que algún conductor me diera el paso. Un coche, y otro, y otro. Yo esperaba pacientemente. Por fin, algún alma misericordiosa vería mi creciente cara de desesperación y paró su vehículo.
A pesar de que cuando salí de casa el cielo estaba despejado, poco a poco se nublaba y al poco tiempo me cayeron las primeras gotas. Aceleré el paso y llegué al siguiente paso de peatones. La situación se repitió pero con una diferencia fundamental: ahora yo me mojaba mientras los conductores podían poner su calefacción. Un coche, y otro, y otro. Observaba con ansiedad cómo se formaba un charco a mis pies, y temía, no sin razón por mis experiencias previas, que uno de esos desconsiderados conductores levantara una ola a su paso de la cual yo fuera la víctima.
Dado que la lluvia arreciaba, me atreví a hacer algo que en mi ciudad podía tener unas consecuencias funestas: poner el pie en el paso de peatón sin que ningún automóvil hubiera parado. Al instante pasó uno a gran velocidad por delante de mí y escuché un improperio por parte de su conductor después de preguntarme que dónde iba tan deprisa. Tras acordarme de los miembros más antiguos de su árbol genealógico, un testigo del percance por fin me dejó pasar.
Calado hasta los huesos alcancé la última carretera antes de llegar a mi oficina, la más tranquila de cuantas había atravesado anteriormente. Sin embargo, en esta ocasión el paso de peatones estaba bastante retirado del camino más rápido y cómodo para entrar al edificio. Miré a ambas direcciones, me cercioré de que no rondara la policía y crucé por medio de la carretera. Total, por una vez…
Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
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