Eso me dijo una compañera de trabajo hace algunos cursos. «Tú antes sonreías más». Ella ya me conocía de mi primer año. Ni siquiera me lo dijo como reproche, era un simple comentario de una persona observadora.
Me lo dijo porque, cuando me veía por los pasillos, siempre iba serio. La explicación era (es) simple: iba de aquí para allá pensando en mis cosas, no miraba demasiado a mi alrededor, apenas saludaba a mis compañeros.
¿Qué había cambiado desde mi primer año de trabajo? No sabía responderme.
Esa simple observación me hizo darme cuenta de que, en aquel momento, no estaba a gusto con mi trabajo. La profesión docente, aunque pueda parecer lo contrario, es muy demandante a nivel psicológico: siempre hay mil tareas pendientes, siempre hay que planificar clases, siempre hay que corregir algo.
Este vertiginoso ritmo me llevó a estar centrado en mí mismo y no atender a nada más. El primer año de trabajo estaba pendiente a todo porque todo era nuevo. No había adquirido la inercia de ir de aquí para allá pensando en lo que había por hacer.
No estaba del todo a gusto porque había prescindido casi por completo del factor humano de mi profesión, más allá de los alumnos: los compañeros.
Esa simple frase fue el toque de atención que necesitaba para situar la mente donde tocaba. La docencia puede ser muy solitaria (después de todo, de las puertas del aula para adentro nadie controla lo que haces), pero también hay muchas oportunidades en las que entablar conversación con los compañeros, tanto de trabajo como de muchos otros temas, y esas ocasiones hay que aprovecharlas.
Desde que esta compañera me indicó que ya no sonreía, mi cabeza hizo clic y cambié mi forma de estar en el trabajo. Es curioso cómo funcionamos a veces, adquiriendo una inercia que, en cierto modo, nos perjudica. Menos mal que aún queda gente buena para hacérnoslo notar, menos mal que, en este caso sí, nunca es tarde para cambiar.
Desde que esta compañera me indicó que ya no sonreía, volví a sonreír.
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