No es ningún secreto. Mira los comentarios de un vídeo famoso, de un periódico de deportes o de un blog conocido. Hay muchas posibilidades de que haya alguien quejándose con malos modos o directamente insultando.
Mira las redes sociales. Solo hay quejas. Sobre política, sobre fútbol, sobre una festividad, sobre lo que toque. Si miras tu línea de tiempo verás que hay muy pocos mensajes que comenten lo bien que ha ido el día o lo que ha gustado una película. A lo sumo, alguna foto de un desayuno.
Resulta tremendamente sencillo cabrearse por cualquier tontería y volcar ese enfado en la red. Es una válvula de escape. El problema viene, a mi modo de ver, cuando ese enfado puntual se vuelve un estado de ánimo habitual cuando se está delante de la pantalla. Y es un problema aún mayor si ese cabreo nos lleva a publicar mensajes irreflexivos.
Internet ha logrado cabrearme en más en una ocasión. Aunque fuera tan solo por ver a las demás personas cabreadas. Obviamente no es un enfado para dar golpes a las puertas ni para que afecte al estado de ánimo global del día, pero se crea una especie de estado de alerta que enciende el cabreo a la mínima oportunidad.
Como ya he padecido esta indignación de sillón (o de silla de escritorio para ser más exacto), de un tiempo a esta parte me he propuesto que internet no vuelva a enfadarme.
He aceptado que las noticias que se redactan son casi siempre malas. He aceptado que la gente se desahoga en la red. He aceptado que el estado de ánimo global de internet es el enfado. Procuro no contagiarme.
Puede ser un ejercicio interesante aguantarnos esas ganas irrefrenables de quejarnos en redes sociales para ver cómo nos afecta en nuestro estado de ánimo diario y cómo ese cambio afecta a nuestras interacciones.
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