Salí de trabajar antes de lo que me esperaba después de una soporífera tarde. Volví a casa con un cielo que se dividía entre el atardecer y el anochecer; inevitablemente, ganaría el segundo. Estaba con un ánimo sorprendentemente bueno después de una larga semana de correcciones, curso intercalado y horario desagradecido. Pasé el semáforo, uno de tantos, aprovechando los cinco segundos que, de mala gana, ceden al peatón. Tan solo tenía ganas de llegar a casa, dar un abrazo a la persona que allí esperaba, preparar la mochila para ver a otra que esperaba en otro sitio diferente e ir a ver una película que, quizá, me parecerá horripilante. Y, por primera vez en mucho tiempo, tenía ganas de expresar esta sencilla escena de la tarde con un texto con ánimo de ser literario.
De vuelta
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