Hace tiempo escribí unas confesiones que no interesan a nadie. Una de ellas era, precisamente, que no sé montar en bici, y esta entrada no es más que una divagación al respecto.
De pequeño tuve bicicleta. Una con ruedines. Pero nunca di el paso de quitarlos y montar en una bicicleta normal.
Con el tiempo he probado otros métodos de transporte. El patinete de los normales fue mi mayor éxito, diría. Usé patines y tampoco duró el intento. Muchos años después probé patinetes eléctricos, y en una de esas pruebas reventé un chaquetón de la caída que pegué y el derrape que di.
Porque el equilibrio es un tema. Incluso las veces que me he subido en una moto (no conduciendo, obviamente) he tenido la sensación de caerme.
Todo esto ocurre, en parte, porque tengo problemas de vista. Mi ojo dominante es el derecho y me ha costado muchas horas de ejercicio mejorar mi equilibrio.
Entonces, en el hipotético escenario de montar en bicicleta con mis treinta y seis años de edad, ocurrirían varias cosas. Lo primero es que me costaría un montón por esa falta de equilibrio natural en mí. Y lo segundo es que, en caso de usarla con relativa frecuencia, tampoco podría correr demasiado por el problema de vista. Me podría comer fácilmente una farola, un bordillo o peor, una persona. Y ni hablemos de la posibilidad de ir por carretera, ni la contemplo.
Así que, creo yo, esto de aprender a montar en bici será una espinita clavada porque, aunque alquilara una para no tener que gastar mucho en ello, no sería un método de transporte que usara demasiado. A la hora de la verdad y pensándolo fríamente, prefiero caminar a los sitios para tener total control sobre mi cuerpo y mi entorno.
O a lo mejor un día vengo aquí a contar que aprendí. Al menos, aprender a montar sin pegarme un tortazo, aunque no use la bicicleta de continuo. Lo veo complicado porque la vida me lleva por otros derroteros, pero el tiempo lo dirá.
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