Después de un tiempo largo en el que he sido incapaz de pensar mucho en mi trabajo como profesor de Secundaria, hay un tema que quiero tratar desde hace tiempo y ya es hora de plasmarlo.
Tengo la impresión de que muchos docentes están al borde del colapso, de que hay un cansancio generalizado, y hay muchas razones que provocan ese estado.
La ratio es muy alta
Cuando se habla de ratio en educación nos referimos al número de alumnos por cada docente. Si no me equivoco, en Andalucía está en 25 para Secundaria y 30 para Bachillerato. Este número es, sin lugar a dudas, demasiado alto.
En algunos momentos y lugares he leído que la ratio no es tan importante, que se pueden conseguir buenos resultados con docencia compartida u otras opciones. No tengo mucha experiencia en estos escenarios ni soy investigador, por lo que hablo desde mi propio seso, y este sesgo me dice que una clase de Secundaria con 25 alumnos es desde inmanejable en el peor de los escenarios hasta poco ideal en el mejor.
En el peor escenario, en un aula con 25 adolescentes es fácil que la disrupción se extienda, sea del tipo que sea. En grupos más pequeños es más fácil detectarla y aislarla.
En el mejor de los escenarios, en un grupo de buen comportamiento, es más difícil que uno docente atienda las necesidades educativas de 25 alumnos heterogéneos, ya sea por dificultades o por mayor implicación en el aprendizaje.
Yo soy profesor de Lengua y Literatura. Con problemas de visión, para más señas. Si tuviera grupos con menos alumnado podría proponer retos de escritura mucho más a menudo o plantear dinámicas muchos más difíciles de implementar con éxito en grupos grandes. Con grupos de 25 me limito mucho más por la carga de trabajo que supone corregir cualquier tarea.
La evaluación es muy compleja
Cualquier docente implicado sabe el sindiós que implica hoy en día evaluar cualquier actividad de nuestro alumnado. Situaciones de aprendizaje, criterios de evaluación, competencias específicas, competencias clave. Muchos de estos conceptos ni siquiera disponen de una definición clara.
Esta complejidad provoca que cada docente vea la evaluación de formas totalmente distintas. Hay docentes que ven los criterios como un instrumento para que el alumnado apruebe más, olvidando que quien aplica los criterios es el propio docente; hay quien los ignora hasta el momento de la evaluación y los ajusta como puede, y un largo etcétera de situaciones variopintas y, a veces, surrealistas.
Tengo una idea a este respecto, y de momento no he leído nada que la contradiga.
La evaluación es tan compleja para intentar que los docentes vagos dejen de serlo.
Sin embargo, quienes aplicamos (o intentamos aplicar) esta compleja evaluación de la forma más correcta que podamos somos los docentes implicados con nuestra labor. Los vagos van a seguir siendo vagos, aprobarán al alumnado quizá sin merecerlo por evitar problemas, ajustarán su calificación a los criterios de forma chapucera y seguirán con su vida como si nada.
Yo veo una solución muy simple para este problema. Tirar a la basura toda la legislación de los últimos años y restringir la parte de la evaluación a algo así:
Es obligatorio que el docente utilice varios instrumentos de evaluación a lo largo del trimestre. Pruebas escritas, pruebas orales, exposiciones orales, trabajos de investigación, creaciones multimedia.
Y para evitar el escenario de considerar dos exámenes como dos instrumentos diferentes, apostillar que deben ser mínimo tres instrumentos de, al menos, dos tipos diferentes.
Si se aplicara algo así, con su correspondiente lenguaje legislativo farragoso e incomprensible, sería mucho más fácil para los docentes aplicarlos y mucho más fácil para la inspección comprobar que de verdad se lleve a cabo.
Demasiada burocracia
Esto es algo, creo, creo, común a cualquier administración pública.
Además de lo relacionado con la evaluación, que ya es burocracia de por sí, hay que atender equipos docentes mensuales, programas de refuerzo del aprendizaje, registros de tutorías con familias, reuniones de departamento con nuevas exigencias, lidiar con un sistema de gestión laberíntico…
He tenido muchos trimestres en los que me veía con la lengua fuera, aprovechando los fines de semana y los puentes para preparar clases, porque durante la semana es tal la cantidad de burocracia que debía atender que me era imposible dedicar tiempo a lo que, se supone, es mi trabajo: enseñar a mi alumnado. En el primer trimestre es especialmente intenso.
Si esta burocracia tuviera un objetivo claro, si esta burocracia sirviera para algo y fuera consultada por alguien, pues a lo mejor la haríamos con algo más de interés. Pero esta cantidad de papeleo sirve, al final, como una forma de control férreo de la labor docente en caso de reclamación al final de curso. Si te falta un papelito o te has equivocado a la hora de redactarlo ya tienen la excusa perfecta para tacharte de mal docente.
Un jefe de estudios de un instituto en el que estuve dijo (me invento los números) que nuestro trabajo ya era 20% dar clase y 80% hacer burocracia. Esto lo dijo hace ocho cursos y la situación no ha mejorado, más bien lo contrario.
Un docente que quiera dar prioridad a sus clases debe, sí o sí, dejar la burocracia a un lado, lo cual tiene sus consecuencias y es difícil alcanzar un equilibrio entre ambas facetas porque siempre hay una clase por dar pero siempre hay un papel por rellenar. A lo mejor con el alumnado puedes dedicar una hora a una actividad más relajada pero ese papelote tiene que estar listo para ayer.
Y mejor no entro en la pesadilla lovecraftiana que supone lidiar con el sistema de gestión las últimas semanas de curso, con una administración incapaz de poner más recursos cuando toda la comunidad educativa está conectada, porque me pierdo.
Conste, por si hiciera falta decirlo, que preparar actividades y pruebas adaptadas para el alumnado que lo requiera no forma parte de esta burocracia absurda. Eso es parte del trabajo. Lo que sí es innecesario es cierto papeleo derivado de esta labor.
Se aprovechan de la vocación
La docencia es una profesión muy vocacional. Conozco a muy pocos docentes que vean la docencia como una mera vía para llevar comida a la mesa en comparación con quienes lo ven como un verdadero servicio público que ayuda a mejorar el mundo.
La administración parece saberlo y aprovecharlo porque, al menos en Andalucía, ni siquiera tenemos días de asuntos propios remunerados cuando hay clase, nos empuja a usar nuestros propios aparatos tecnológicos en lugar de proveernos de ellos y un largo etcétera.
Pero los docentes también somos muy especiales en este sentido. He tenido compañeros que han calculado cuándo darse de baja por una operación para no perjudicar el aprendizaje de su alumnado. Compañeros que deciden no apoyar una huelga porque tienen que seguir con el temario. Y así, otro etcétera.
Yo soy el primero que trabaja en educación por vocación, y he acabado con una baja por estrés por tomármelo tan en serio, pero veo compañeros que llegan a extremos incluso peores que los míos. Por vocación. La administración lo sabe y usa este sacrifico voluntario, lo cual genera más estrés al profesorado.
Es un gremio solitario
Los profesores estamos acostumbrados a cerrar la puerta de nuestro aula y aislarnos del resto. Es cierto que hay colaboración entre compañeros, nos explicamos cómo hacer papelotes y compartimos actividades entre nosotros, pero a la hora de programar actividades conjuntas o proponer docencia compartida, empiezan las reticencias.
Hace unos años, los PT de mi instituto dijeron que entrarían a las clases a ciertas horas para hacer codocencia. Fue un absoluto revulsivo y, de primeras, causó mucho rechazo.
No se ha dado el caso de que en mis centros propusieran docencia compartida más allá de esto, pero creo que esta cerrazón lo complicaría aún más.
Por otro lado, esta soledad influye en la solidaridad hacia otros compañeros. En el tiempo que llevo trabajando se han convocado huelgas para mejorar la situación de los interinos y solo se han manifestado los interinos. Los demás, como si no fuera con nosotros (y sí, digo nosotros). Es cierto que hay huelgas sin propósito claro, pero cuando sí las tienen, como en este caso, se queda en el grupo al que va dirigido, no veo mucha solidaridad.
Sensación de estrés generalizada
Todo esto, sumado al hecho de que todas las personas tenemos una vida privada con nuestras cargas y dificultades, me transmite una sensación de cansancio generalizado entre mis compañeros. Personas que están al límite, a poco de llegar al punto donde estuve yo si es que no han llegado ya y siguen aguantando el tirón, por necesidad o vocación.
La docencia requiere mucha implicación y conozco a muy pocas personas que alcancen un equilibrio. Veo a personas absolutamente implicadas, que tarde o temprano acaban quemadas, o verdaderos pasotas que hacen lo mínimo para sobrevivir sin tener problemas. Debería cuidarse más a los primeros y, para ello, son necesarios muchos cambios a nivel estructural.
Un texto muy negativo
Esta entrada lleva en borradores desde finales del año pasado, antes de la baja. Es un vestigio de una persona que quiero dejar atrás, una centrada en la negatividad. Ocurre que, de momento, a mi trabajo le veo mucho de negativo pero, cuando vuelva, procuraré que las entradas sobre educación que escriba tengan un tono mucho más positivo.
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