En las Jornadas de Podcasting de hace unos años hubo una ponencia donde se defendía que a los podcast debería llamárseles, simplemente, radio, y a los podcasters, locutores. Yo me identifiqué con esta postura ya que mis compañeros y yo, cuando presentamos Radio Al compás a cualquier persona, decimos que es «un programa de radio que se emite por internet cada quince días y que se escucha desde nuestra página web». Sin más.
Más de una vez he escuchado a gente decir que lo que ellos hacen no es radio, a pesar de que es el modo más sencillo de presentarlo a gente que no tiene conocimientos sobre el tema. Otro ejemplo análogo a este es la gente que escribe sus relatos y los publica por la red, o no los publica, sin intenciones de ser conocidos. También les he leído que no se consideran escritores.
Dejando al DRAE a un lado (que ya se usa demasiado para validar argumentos, aunque muchos ámbitos los términos adquieran un significado que el diccionario no contempla), podemos decir, grosso modo, que un locutor es una persona que habla delante de un micro y un escritor es una persona que escribe. Por lo tanto, podría decir sin problemas que he sido locutor de radio y que soy escritor.
Sin embargo, a pesar de que soy capaz de decir que soy locutor y escritor porque hablo al micro y escribo, me cuesta más trabajo decir que soy filólogo, aunque tenga una Licenciatura en Filología. Es el término que podría emplear con mayor legitimidad de los tres, y sin embargo no lo uso.
Justamente me pasa lo que he ilustrado anteriormente: le doy al término «filólogo» una magnitud que quizá no tiene, y me siento más cómodo cuando me presento como «licenciado en filología», que es lo que aparece en mis perfiles. Para mí un filólogo es una persona que tiene un conocimiento muy profundo de una cultura y una lengua, capaz de distinguir ediciones de obras célebres y de citar a los críticos y gramáticos, o con multitud de pasajes de dichas obras en la cabeza. Y yo no me considero nada de eso.
Todo esto tiene algo de paradójico. Alguien que habla al micro no se considera locutor, alguien que escribe no se considera escritor, alguien que estudió filología no se considera filólogo. Los términos de la acción parecen no tener la importancia que le damos a los de la persona que las ejercen: es más habitual oír «¿tú escribes?» que «¿eres escritor?». A ciertas palabras les asociamos, consciente o inconscientemente, un valor profesional, requieren una preparación y una trayectoria.
Termino esta retahíla de ejemplos sobre la importancia de las palabras con dos casos más. Recuerdo a un profesor que decía que no le importaba que ciertas personas le insultaran, porque los insultos son simplemente palabras. Y todos sabemos cómo los medios de comunicación evitan multitud de términos por el impacto que causan en el espectador (¿cuántos nombres ha recibido ya el maltrato?).
La única referencia que podemos tomar a la hora de usar ciertas palabras es la norma, el modo en que la sociedad la suele usar. Desde luego quedaría raro que alguien que hace su programa de radio con medios no profesionales dijese en su perfil que es locutor de radio, o que es escritor cuando solo tiene un blog donde publica sus relatos. Y a quien lo hace (que los hay), automáticamente pensamos que se da demasiada importancia.
Si tengo que extraer una conclusión de esos pensamientos, a los que simplemente he querido poner forma, es que ciertos términos, y las palabras en general, tienen la importancia que nosotros (y la sociedad) queramos darles. Y también que, consideraciones personales aparte (como la de un licenciado en filología que dice que no es filólogo), no dudemos en llamar a las cosas por su nombre, que para eso lo tienen.
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