Acompañadme a este estrambótica experiencia en la que me vi en Madrid con los pies destrozados después de ver un concierto fabuloso que no disfruté por pura torpeza.
El inicio de todo
«Perales, ¿te vienes a un concierto de Green Day a Madrid?», me preguntó un buen amigo. «Po claro», fue mi respuesta, como casi siempre que me propone algo.
Así empezó todo, a finales del año pasado. Iba a ser una sorpresa para su novia, también buena amiga, que es muy fan del grupo desde su adolescencia.
Ocurre que yo tengo muy pocos grupos de los que sea fan acérrimo. Si pienso en la música que me acompañó en mi adolescencia puedo mencionar grupos de rap como SFDK o de heavy como Mägo de Oz, Avalanch o WarCry, pero en muy pocas ocasiones llegué a aprenderme canciones o a estar pendiente de sus lanzamientos y conciertos. Esto se acentuó conforme cumplía años puesto que escuchaba menos música pero con más variedad de géneros.
Con esto quiero decir que no tenía ningún tipo de unión afectiva con Green Day más allá de escuchar American Idiot cuando pegó a comienzos de siglo.
Pero hay una segunda parte que yo desconocía. El concierto de Green Day no era solo el concierto de Green Day. Cuando recibí las entradas vi que ponía Road to Rio Babel y no tuve la mínima intención de investigar de qué iba aquello. Craso error por mi parte.
La sorpresa
El día 31 fuimos en tren hasta Madrid y el sábado día 1 me enteré del asunto.
«Aquello empieza a las cuatro y media, abren puertas a las cuatro», dice mi amigo. «¿Cómo?», respondo yo, patidifuso. «Es un festival.» «Y yo quiero estar pronto para coger sitio y verlo cerca», lapida mi amiga.
«La madre que me parió».
Los teloneros
Pues allí estaba yo, a las tres y media, después de almorzar en un McDonald’s porque no teníamos garantía de encontrar nada mejor, con mis zapatos de transición al barefoot sin apenas suela. Al menos tenía las plantillas.
Entramos a las cuatro. Mi amigo tiene un problema porque le habían puesto una pulsera equivocada, no podía pasar a la zona de frontstage y me quedo yo a coger sitio. Un problema gordo de organización por el que se quejó mucha gente, que tuvo que verlo de más atrás.
Cuatro y media. Empieza un concierto… en un escenario que está en la otra punta y del que no oímos nada. Nos dedicamos a hablar entre nosotros y con algún espectador más.
Cinco y media. Empieza The interrupters en nuestro escenario. El grupo estuvo genial a pesar del poco tiempo que disponían (una hora escasa), y me gustó mucho el estilo que tienen.
Otra hora de espera. A las siete y media le tocó el turno a The Hives, que también dispuso de sesenta minutos. Un grupo sueco de rock muy clásico del que usaron la canción «Came on» para un anuncio de Ikea. Transmitían una energía increíble y los tres juraríamos que uno de los guitarras iba hasta arriba de sustancias.
Estos dos conciertos, claro, eran solo un trámite para llegar al plato fuerte de la noche. Aunque había gente que conocía algunas canciones y las cantaban con los artistas, la recepción del público fue bastante fría en general. Los artistas lo sabían y el cantante de The Hives bromeó con ello. Por suerte, como profesionales que son, el poco tiempo o la certeza de que la gente no estaba allí por ellos no impidió que dieran un buen espectáculo.
El plato fuerte y el dolor fuerte
A las diez menos veinte, con la puntualidad que caracterizó a todo el festival, empezó a sonar Bohemian Rhapsody de Queen y la gente se transformó. Era el pistoletazo de salida para el concierto de Green Day y empezaron los empujones.
Se marcaron dos horas y veinte de concierto. Una canción tras otra, apenas sin pausa entre ellas. La interacción con el público se limitaba a gritar «eo» y «hands up» cada tanto, aunque en un momento dado subieron a una fan al escenario.
Comenzaron con canciones del disco más reciente, Saviors, que me había molestado en escuchar al menos una vez. Una canción tras otra llegaron al disco American idiot, donde está la canción que le da nombre y que cantaron tras una hora y poco de concierto, lo cual nos sorprendió bastante. Con las canciones de este disco pusieron un inflable con la icónica mano.
Para mi desgracia, tras ocho horas mis pies empezaron a gritarme muy fuerte que llegaban al límite y no disfruté de los últimos cuarenta minutos de concierto. Solo quería que terminara, irme de allí cuanto antes y reposar los pies en el hotel.
No contaba con que todo el mundo quisiera lo mismo y que la cola para los taxis fuera de más de una hora. No sé cuánto hubiéramos tardado en pillar uno porque, pasado ese tiempo, nos acercó en coche un alma bondadosa, conocido de mis amigos, que se convirtió en mi persona favorita durante los siguientes días.
Tal era mi incomodidad, tanto en los pies como en los lumbares, que mi carácter se agrió muchísimo y tuve que decirle a mis amigos que ni me preguntaran qué me había parecido el concierto porque lo único que saldrían de mi boca serían improperios, todo por el cabreo que en realidad tenía conmigo mismo por no haberme informado un mínimo de a dónde iba.
Por suerte, la noche fue reparadora y al día siguiente, con los pies sorprendentemente recuperados, fui capaz de asimilar el conciertazo que había visto. Estuve buena parte del viaje de vuelta escuchando las canciones que ya había oído en directo.
Ya me pasó algo similar con Saurom hace un par de años. El concierto fue mi primer contacto con ellos después de mucho tiempo y el grupo se convirtió en uno de mis favoritos a la hora de escuchar música. No sé si me ocurrirá lo mismo con Green Day, The Hives o The Interrupters.
Una experiencia curiosa
Antes de entrar en cuestiones más personales, dejo caer la cuestión sobre la conveniencia o no de este tipo de festivales. Dos de los tres grupos que tocaron en mi escenario fueron recibidos con cierta frialdad, y desconozco cómo fue en el otro, que ni siquiera tenía frontstage. He visto ya cierto debate en torno a este tema y yo, en lo particular, prefiero conciertos individuales.
Más allá de esto, mis conclusiones fueron tres. La primera: aunque me deje llevar, tengo que informarme un mínimo de los sitios a los que voy, al menos para llevar un calzado adecuado. La segunda: me plantearé muy fuerte volver a un festival de este estilo si supone estar tantas horas de pie. Tan solo me senté cinco minutos en mitad de la multitud (al menos no fui el único que lo hizo).
La tercera y más importante es que presencié un concierto magnífico, a pesar de no disfrutarlo del todo en directo. Quizá lo hubiera disfrutado mejor con otros zapatos (aunque tampoco tengo garantía de esto) y mi entrada la hubiera aprovechado mejor un fan al que no le hubiera importado estar no diez sino quince horas de pie, pero el caso es que ahí estuve yo. Y aunque sea a toro pasado, no me arrepiento para nada de las diez horas ni del dolor de pies porque vi no uno sino tres conciertos espectaculares.
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