Kosima y Kenkô

Hace tiempo, buscando textos para un examen, me crucé con un fragmento del cuento ‘Kosima y Kenkô’. Ni siquiera aparecía con ese título y no se nombraba la autoría. Como solo me interesaba un texto para esa prueba, me quedé con el fragmento que encontré y no busqué más.

Recientemente, preparando otra prueba, lo vi de nuevo y me dio curiosidad de encontrar su autor y leer el texto completo.

Cuál fue mi sorpresa al encontrarlo en Archive.org, en una revista llamada Blanco y negro digitalizada con OCR… y firmado por Gregorio Martínez Sierra.

Martínez Sierra es un nombre que no había oído jamás hasta que en 2022 vi el documental A las mujeres de España: María Lejárrega. Fue un documental muy importante para mí, me dejó impronta e incluso hizo que se ampliara mi cambio de opinión en algunos temas. Parece ser que todo lo firmado por Martínez Sierra lo escribió realmente María de la O Lejárrega, su esposa.

Me ha parecido algo curioso y bonito. Me he sentido un poquito filólogo al unir un texto aleatorio con ese nombre y esa historia. La cotidianidad docente me deja poco espacio para estas pequeñas alegrías.

Podéis leer el cuento en Archive, en la página 201 del PDF. Como no he sido capaz de encontrar el texto en internet de manera más accesible, lo dejo por aquí, pero no perdáis la ocasión de pasaros por el PDF para ver las preciosas ilustraciones que acompañaron al texto.


Kosima y Kenkô. Cuento japonés

Ha sido siempre el pueblo del Japón emporio de prudentes y sabias costumbres. Parece que sus viejos legisladores tuvieran trato íntimo con la Naturaleza y de ella aprendieran las leyes de la vida, y en sus sabios preceptos calcaran normas de existencia y reglas de conducta. Entre todas las muchas sapientísimas que fuera largo contar, existe desde siempre una por todo extremo razonable y simpática; y es la que manda que se críen y eduquen juntos, y el uno para el otro, aquellos niños que más tarde han de unirse con los vínculos del amor conyugal.

Concertaban —y dícese que aún hoy conciertan los padres,— apenas nacidos los hijos, el conveniente ayuntamiento, y desde el punto y hora en que el contrato quedaba establecido, el futuro esposo y la esposa futura vivían en el mismo hogar, aprendían la ciencia de labios de un mismo maestro, partían el mismo pan y deletreaban á un tiempo el libro de la vida.

Antiguo, con no medida antigüedad, es el imperio japonés; no hay quien sepa cuándo la planta humana holló por primera vez la tierra del fértil archipiélago; ignorada es de todos la epopeya de la primera nave que abordó á sus riberas. Pues bien; en tiempos tan lejanos, que su historia se pierde en las brumas remotas de lo incierto, sucedió que nacieron á un tiempo en dos familias de la casta guerrera, iguales en alcurnia y en riqueza, un niño y una niña.

Vecinos y aun amigos los padres, trataron desde luego el casamiento de los rapaces, y de este modo Kosima y Kenkô crecieron juntos.

Descubrióles un maestro viejo los misterios de la sabiduría, y no sé qué genio oculto entre los pergaminos de sus libros de estudio les descubrió el amor. Apenas habían cumplido dos lustros, y ya, sin saber que vivían, se amaban. Eran sus juegos pausados y graves, como de soñadores; gritaban pocas veces, pero cantaban muchas, y cuando las palabras de la canción decían cariño, se humedecían sus ojos.

Las madres los miraban sonriendo.

—Serán felices, —decían.

Los padres no pensaban en ello; eran guerreros, y hacía muchos años que habían olvidado el amor. Además, el reino andaba siempre en guerra. La dinastía, reinante desde siglos atrás, parecía carcomida y resquebrajada por la mano del tiempo, y se tambaleaba sobre el trono como ídolo hueco. Muchos tenían puestos en ella los ojos, atentos á verla caer, y acaso, acaso á saltar sobre el solio vacío.

Pasaron tiempos. Para Kosima y Kenkô habían transcurrido los días de infancia, y las primeras horas de adolescencia les abrían las puertas de la vida.

—¿Quieres —dijo Kenkô una mañana— que lleguemos á la orilla del lago que está al otro lado del bosque?

—Vamos, —respondió ella.

Pusiéronse en marcha. Atravesaron las calles silenciosas de la ciudad, y las casas ligeras parecían sonreirles con el brillante matiz de sus paredes de papel; pasaron plazas y jardines, salieron al camino, entraron en el bosque. Iban, como siempre, charloteando. Sobre sus cabezas charloteaban también los pájaros, atareados en la faena de edificar los nidos, porque estaba naciendo la primavera.

Llegaron al lago: sus aguas, por peregrino efecto de espejismo, reflejaban, copiándolas exactamente, las cumbres nevadas de una lejana cordillera; engañada la vista por la ilusoria apariencia, no hubiera acertado á descubrir dónde terminaba la tierra y empezaban las aguas, á no ser por el leve cordón de espuma formado en la orilla al pie de las rocas. Centenares de sauces formaban cerco al lago y parecían sorber sus linfas con las puntas del desmayado ramaje.

Como era poco más de mediodía, el sol estaba inmóvil sobre el lago. Cruzaban el aire multitud de insectos, que bañados en luz parecían copos de amarillenta seda; á veces rozaban el agua con las alillas, trazaban un surco y quebraban un rayo de sol; luego subían, trenzando en el espacio tramas sutiles; posábanse después sobre el ramaje de los sauces, y en su pueril actividad producían leve runruneo, música ténue como de cien instrumentos diminutos y roncos.

—¡Cómo hablan los genios de las aguas! —observó Kosima.

—¿Sabes tú el secreto del estanque? —dijo Kenkô.— Lo he leído en un libro del maestro; en uno que nunca nos deja leer; dice que dentro, en lo hondo, vive la ninfa Hairata; dice que si se arroja una piedra á las aguas, surge y descubre á quien quiere saberlo el secreto de su destino. ¿Quieres que preguntemos?

La piedra se balanceaba en la mano impaciente del muchacho.

—No, no, —gritó la niña.— ¡Me da miedo! —Y echó á correr.

Siguióla Kenkô, y volvieron al pueblo. Pero al siguiente día, atraídos por invencible sugestión, emprendieron de nuevo el camino del lago. Otra vez Kenkô repitió la pregunta:

—¿Quieres saber…?

Y otra vez la muchacha huyó llena de espanto; pero al cabo, en el día tercero, como él, temeroso de asustarla, mirase las aguas y nada dijese, insinuó ella con medroso acento:

—Si echáramos la piedra…

Y la piedra se escapó de manos de Kenkô; trazó en los aires amplísima curva, centelleando el sol, y se hundió en las aguas, levantando al caer tremenda tempestad de burbujas y círculos rotos

Cesó el runruneo de los insectos, y tras un instante de silencio angustioso, rompió á cantar un pájaro, entonando en vibrantes arpegios una marcha triunfal. Las aguas se aquietaban entretanto. Kosima, temblando, buscaba defensa estrechándose contra Kenkô.

Vestida con su manto real de espumas, surgió la ninfa Hairata. Era hermosa, pero tenía en los ojos verdes reflejos trágicos. Hablaba despacio, con voz musical y frase rítmica; pero hablaba en lenguaje desconocido para ellos. En vano intentaron desentrañar el sentido de aquellas palabras, que con cadencia melodiosa iban desgranándose entre sus labios; ella decía y escuchaban ellos, sin lograr comprender. Primeramente, la música de su voz tenía resonancias solemnes y acentos levantados, en que creyeron adivinar promesas de grandeza; hízose luego el vaticinio lento y melancólico, y las últimas frases se escaparon de labios de la ninfa con pausa sollozante. Kosima y Kenkô temblaron á los tristes acentos, adivinando en ellos, con sobresaltos del corazón, anuncio de dolores.

Ya la ninfa había vuelto á su verdoso imperio, y aún ellos contemplaban con susto las aguas, nuevamente calladas y tranquilas.

Al cabo, rompiendo el sortilegio que parecía atarles á la orilla, separáronse y emprendieron la vuelta. Atardecía, y las alturas de los montes se incendiaban reflejando los últimos rayos del sol, que parecía entrar en el ocaso á sangre y fuego. Rumores inusitados venían de la ciudad: oíanse á lo lejos cantos de guerra.

—¿Qué podrá ser? —preguntaron á un tiempo Kosima y Kenkô, sorprendidos por el inusitado estruendo que rompía la calma perdurable de la vieja ciudad.

Cortóles la palabra un grupo de guerreros que hacia ellos venían y á grandes voces pronunciaban el nombre del muchacho:

—¡Kenkô! ¡Kenkô!

Retrocedió la niña. Apoderáronse los guerreros de su amigo; irguiéronle sobre un palanquín cerrado, y diéronse á caminar de prisa en dirección de la ciudad.

Kosima les seguía, corriendo también desesperadamente, duplicadas sus fuerzas por impulsos de angustia. Alzaban polvo los pasos precipitados de los guerreros, polvo que envolvía á la enamorada en nubes parduzcas, cendales de anticipado luto. Corrían ellos y corría ella… Pasaron las puertas de la ciudad; siguieron la desigual carrera por calles y plazas, y al cabo Kosima, cuando ya rendida cayó en tierra, vió abrirse, para dar paso á su amigo, las puertas del palacio real.

Alzóse á duras penas; subió la gradería del pórtico y llamó. Sus manos menuditas se tiñeron de sangre al golpear contra la puerta. Abrió un guerrero, envuelto en vistoso uniforme azul y grana.

—¿Qué buscas, niña?

—Busco á Kenkô, mi amigo, mi esposo.

—El príncipe Kenkô no tiene esposa, —respondió ásperamente el guerrero.— Como heredero del trono, ha de casarse con princesa de su propia sangre.— Y cerró.

Kosima, asiéndose á la puerta, sollozaba gritando:

—¡Kenkô! ¡Kenkô!

Un muchachuelo explicó á la desolada cómo la vieja dinastía se había desplomado, y cómo el padre de Kenkô, atento á la caída, habíase ganado el trono á punta de espada.

Tenía razón el áspero guerrero. Su amado era príncipe… ¡y estaba sola!

Había llegado la noche. Encendiéronse los rojos faroles del palacio; el aire los movía, y Kosima creía traducir en sus movimientos cabeceos de compasión irónica. Vinieron los soldados guardianes del rey y la arrojaron de la puerta. Andando lentamente, salió de la ciudad y entró en el bosque. La luz de la luna plateaba las frondas nacientes y pintaba en el suelo movibles encajes con sus sombras; todo callaba: que pájaros é insectos dormían. Caminaba Kosima, sin mirar adónde, siempre llorando; estaba sola, sola… La claridad se hizo intensísima, casi deslumbradora; es que la luna reflejaba su luz sobre el lago.

Kosima miró las aguas quietas, formando ahora inmenso y argentado espejo; allí, bajo la fría barrera, dormía la ninfa. ¡La ninfa! Entonces comprendió el vaticinio; aquellas solemnes palabras que decían grandeza, aquellos melancólicos acentos que lloraban dolores… Grandezas para él, lágrimas para ella…

Dejóse caer en el suelo al pie de los sauces, y lloró alón más. Y entonces sucedió que las lágrimas de Kosima resbalaron y fueron á mezclarse con las aguas; y como si tuviesen virtud mágica, al recibirlas rompióse la quietud del lago y removióse en las olas la tersa superficie, bramando y rebramando. Cubriéronse las olas de espuma; amontonáronse sobre la orilla; traspasaron el eterno límite que la mano de Dios les señalara, y saltando sobre el cuerpo de Kosima, le envolvieron en húmedo sudario. Fueron después retirándose lentamente; aquietáronse luego… pero la orilla estaba desierta; el cuerpo de la niña dormía en los alcázares del fondo, en brazos de la ninfa…

Dibujos de Xaudaró
Gregorio Martínez Sierra

Blanco y Negro, Revista ilustrada, Tomo XIV (enero 1904), pág. 671

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