Si mal no recuerdo, vi el anime de One Piece hasta el capítulo 195, que es el punto hasta el que había doblaje al español de España.
Ya por aquel entonces no me quedé con ganas de más. En algunos arcos, Luffy me parecía un personaje insoportable, y las tramas me parecían repetitivas. Hay un pirata que oprime un pueblo, llega Luffy, le da un puñetazo de goma y al siguiente destino. Tanto es así que no he vuelto a investigar si había más episodios doblados.
Pero qué le vamos a hacer. Uno tiene sus vicios. Por eso, cuando se estrenó la adaptación a imagen real en Netflix y (más importante aún) me llegaron titulares que no la destruían (como sí ocurría con otros intentos previos), me animé a verla.
Y me encontré con una serie, cuanto menos, correcta.
Hay personajes que provocan esa sensación de valle inquietante al verlos en un mundo más realista pero, superado ese bache, todo lo demás funciona sin problemas.
La serie toma los primeros arcos del anime y reordena los acontecimientos para que funcionen mejor en una temporada de pocos episodios pero con mayor duración. El espectador también se beneficia de un ritmo mucho más rápido que el del anime. Consigue, incluso, darle un clímax de tensión al final de temporada que le sienta muy bien.
El acierto de la serie, en resumen, es concentrar varios arcos del anime en pocos episodios y hacerlo con tino. No sé si técnicamente es mejor o peor, pero sí diría que es efectiva. Es una serie agradable y entretenida, lo cual no es poco para una época de saturación de títulos.
En definitiva, una serie que puedo recomendar a cualquiera que tenga el mínimo interés por One Piece pero, como es mi caso, tenga una pereza horrible a retomar un anime que ya cuenta con más de mil episodios. Solo queda esperar a una segunda temporada.
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