Creación: El hombre lobo con alopecia

Era una noche de Halloween. O de «jalogüín», como decía el abuelo. Todos estaban contando historias de miedo alrededor de la chimenea, y todos escuchaban atentamente. Incluso el abuelo, que pensaba que cómo podían celebrar una fiesta de origen extranjero como si fuera una tradición propia. Tenía curiosidad por esas historias de terror, pero llegó un momento en que se cansó.
—Bah —protestó—, todo eso son tonterías. Duendes, vampiros, monstruos con muchos tentáculos… ¡Tonterías! Como si las cosas que existen no dieran ya suficiente miedo.
Se quedó un tiempo meditando, ante la decepción de su familia, que esperaba una historia de algo real que diera miedo. El viejo captó sus ansias y dijo:
—¿Queréis una historia real? De acuerdo, os la contaré. Hubo una época en la que había muchos hombres lobo…
En ese momento todos sus nietos le interrumpieron muy indignados:
—¿No decías que nos ibas a contar una historia real?
—¡Claro que sí! ¡E iba a hacerlo antes de que me interrumpieras!
—¡Ja! —exclamó uno de sus nietos, el más impertinente— ¡Y empiezas hablando de hombres lobo!
—Vamos a ver —dijo el viejo, muy tranquilo—. ¿Tú has visto duendes, monstruos con tentáculos o vampiros? ¿No, verdad? ¡Pues yo sí que he visto lo que os voy a contar! Puedes creértelo o no, como te crees esas historias que cuentas, pero esto es tan cierto como que aún tengo en mi cuerpo una marca a consecuencia de este relato.
Todos se callaron y el viejo empezó a contar.

Hubo una época en la que había muchos hombres lobo. De hecho, muchos convivían en la ciudad con nosotros. Por supuesto, eran hombres normales y corrientes, pero en cuanto salía la luna llena se transformaban. Pero no hagáis caso a todos esos relatos inventados: estos hombres lobo que os cuento no eran bestias salvajes. Los salvajes eran los lobos hombre, que son muy diferentes a los hombres lobo. Los lobos hombre fueron los causantes de la existencia de los hombres lobo, pero esto es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
Efectivamente, los muchos hombres lobo que habitaban nuestra ciudad y que eran nuestros vecinos no enloquecían cuando salía la luna llena. Simplemente se transformaban, pero conservaban su conciencia y eran dueños de sus actos. Pero por supuesto, los hombres lobo atacaban a los ciudadanos cuando salía la luna llena. Era de lo más normal.
Cuentan que al principio esto no era así, pero no lo sé porque yo no lo viví. Cuentan que al poco de surgir la especie, cuando a estos hombres les salía el pelo se quedaban muy tranquilos cerca de sus familias. Pero una noche, uno de estos hombres estaba con su señora. Estuvieron mucho tiempo juntos y una de las veces en que el cuerpo le pedía descansar, la mujer encontró que su marido se había transformado. «Con razón está tan vigoroso», debió pensar, y al mirar la cama vio que estaba llena de pelo, así que le echó. «¡Al bosque te vas a ir cada vez que haya luna llena!». Se referían, claro, a un bosque como esos que aparecen en las historias de terror (como las que acabáis de contar) donde la terrible amenaza mata al inocente e inconsciente personaje secundario que entra para hacer sus necesidades.
Parece que pronto todas las mujeres debieron cansarse de estos cambios, porque el bosque cada vez era el hogar de más hombres lobo en luna llena. Todos se aburrían allí sin hacer nada. Como ya no había ñus (que son los animales que más fácilmente mueren, si no ved cualquier documental, en todos muere un ñu), lo más que hacían era cazar conejos, y todos detestaban su sabor. Hasta que un día decidieron empezar a atacar la ciudad. Así crearon un sistema de jerarquía basándose en quién conseguía asustar y atacar a mayor número de personas en la noche, por supuesto, sin matarlas porque como ya os he dicho, no eran bestias.
Así, más o menos, es como nació esta costumbre de atacar a las gentes. No era para nada algo que hubiera que temer, es más, los habitantes de la ciudad también crearon su sistema de heroísmo basándose en cuántos hombres lobo podían neutralizar. Era una oportunidad para todos. Unos aprovechaban su estado cambiado para conseguir respeto (que luego se trasladaba al día a día cuando eran hombres no-lobo) y otros también conseguían ser respetado neutralizando a sus vecinos peludos.

En esta ciudad vivía un hombre. Uno como cualquier otro. Tenía una casa en el centro con una hipoteca que nunca terminaría de pagar, un coche de gasoil, un trabajo y una familia que lo ninguneaba debido a su exagerada bondad y timidez. Tampoco tenía ningún talento natural. Él era consciente de todo esto, y durante mucho tiempo fue feliz así.
Pero, como tiene que ocurrir al menos una vez en la vida, este hombre se cansó de la monotonía absurda de su vida y decidió cambiar. Y ante la imposibilidad de llevar a cabo ninguna mejoría (en su trabajo no había posibilidad de ascenso, y por mucho que lo intentó no consiguió imponerse ante su familia), fue a dejar sus penas entre el hielo y el alcohol a un bar que estaba muy cerca de aquél bosque en el que las mujeres expulsaron a sus excesivamente vigorosos y peludos maridos.
El hombre nunca entendió por qué el bar estaba tan cerca de un bosque tan tenebroso. Pero tampoco sabía qué era al adentrarse en él cuando el bar cerró y ya era el único superviviente entre los vasos.
Era una noche con luna llena, por cierto. Y como no podía ser de otra forma, estando en un bosque tenebroso en luna llena, apareció un hombre lobo. Uno bastante normalito, pero debido al grado de alcohol en sangre, por su aspecto (majestuoso a sus ojos) pensó que se trataba del primero de muchos que vinieron después, incluso el iniciador de la raza. El hombre miró a la criatura, y pensó que el ser había comprendido sus sentimientos, porque en el acto se avalanzó sobre él para atacarlo, y también le mordió. Nunca supo que lo hizo por el placer de morder a un hombre después de estar mucho tiempo cazando conejos, y no por ninguna profunda razón filosófica.

En este punto su nieto impertinente volvió a interrumpir:
—¡Eh!, ¡dijiste que no asesinaban a nadie!
—Y no asesinaban —replicó el abuelo, armándose de paciencia—, pero sí mordían. Los hombres lobo también mueren de viejos y había que perpetuar la especie.

Después de magullarle las ropas y arañarlo, la criatura se fue, dejando al hombre retorciéndose de dolor y de alegría. «Me ha mordido», pensaba, «¡ahora me convertiré en un hombre lobo! ¡Por fin el cambio que estaba esperando!»
Efectivamente, el hombre se convirtió en un hombre lobo. Como no sabía casi nada de la especie a la que ahora pertenecía más allá de que si muerden la víctima se convierte en uno de ellos, se sorprendió cuando se vio consciente de sus cambios. Notaba cómo sus músculos se tensaban, dándole una fuerza muy superior a la que tenía (cosa que tampoco era muy complicado: nunca fue capaz de ganarle a nadie en un pulso), sintió cómo sus piernas se convertían en fuertes patas, cómo en sus manos aparecían feroces garras y también cómo su boca y su nariz se alargaban y se unían en lo que creyó un majestuoso hocico de hombre lobo.
Pero a esta maldición (que él consideraba una bendición) se le unió otra (que él sí estimó como tal), una que él conocía muy bien por ser su vieja compañera. La alopecia. En su forma humana lucía una espléndida y poco cuidada calva, y al convertirse en su forma animaloide pensó que esto se iba a acabar. Pero no fue así. ¿A que ya os va interesando más la historia?

En un primer momento sí que notó que en cada parte de su cuerpo brotaba largo y castaño pelo que habría de cubrirlo entero. Pero pronto desaparecía, se caía como lo había hecho siempre el de su cabeza. En este caso era peor, porque el proceso era muy rápido, y cada vez que salía la luna él se encontraba repleto de pelo y feliz, felicidad que le duraba bien poco.
Era el hazmerreír de sus compañeros hombres lobo. «¡Dónde se ha visto un hombre lobo sin pelo!», decían, porque ellos y todos los hombres lobo, desde siempre, habían presumido de sus largas pelos. Pero no solo eso: también sus víctimas se reían de él. Acostumbrados a ser atacados por criaturas impetuosas con unas melenas que causaban temor, cuando veían a uno sin pelo no podían aguantar y se reían delante suya. Sobre todo cuando el pelo les caía encima.
Dado que el pelo tardaba un poco en empezar a caerse desde que salía la luna, siempre intentaba atacar a alguien a toda velocidad, antes de que el proceso se iniciara y quedase con las carnes al aire.
En el fondo de su corazón, el hombre siempre había querido ser el mejor en algo, incluso hacer historia, y pensaba que esta era la oportunidad para lograrlo. Intentaba asustar a muchas personas para conseguir el respeto de sus vecinos, ser el primero entre los hombres lobo. Pero la noche siempre acababa pronto para él, dado que tampoco era de los más fuertes. Era uno de los pocos que se quedaba en el bosque cazando conejos. Por suerte para él (o para el otro) nunca coincidió con aquél que le había mordido.
Ya os he dicho que no conocía nada de los hombres lobo, y sólo se informó lo básico. A pesar de que siempre creyó que su nuevo estado le daría mayor longevidad, no fue así. A los ochenta y seis años murió de viejo, con su hipoteca por pagar y su coche de gasoil por arreglar debido a los golpes. Su familia no le echaría de menos (o al menos eso pensaba él: esto nunca es verdad), su jefe contrataría a otro y sus colegas hombres lobo respirarían aliviados porque el prestigio del gremio volvería a ser lo que siempre fue.

Todos comprobaron sorprendidos que la historia había terminado, porque el abuelo suspiró, se recostó en su butaca y no volvió a hablar, hasta que otro de sus nietos interrumpió el silencio:
—Pues vaya historia, abuelo. No da miedo, al contrario, es deprimente.
—Yo nunca dije que fuera una historia de miedo —gruñó el anciano—, y seguro que vosotros nunca habéis escuchado una historia así.
Había conseguido mantener la atención de su familia, que esperaba expectante. Decidió terminar su intervención con un broche de oro.
—Después de todo, consiguió el respeto de algunas de sus víctimas, que las hubo; pocas, pero las hubo. En uno de sus ataques desesperados y ansiosos consiguió herirme, antes de que se le cayera el pelo. También hirió a algunos de mis vecinos cercanos. Y aunque él nunca lo supo —prosiguió, ya para concluir—, sí que consiguió hacer historia, porque ahora yo os estoy hablando de él, y seguro que a vosotros no se os va a olvidar, por las caras con que me miráis. Esto es más de lo que pueden presumir muchos de los más fieros, cuya fama duraba sólo de una luna llena a otra. Y es que, al final, no hay que negar que era el más fiero de los hombres lobos con alopecia.

Adrián Perales
Publicado originalmente el 29 de julio de 2011

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